Esta crónica se basa en los testimonios directos de Mervin Yamarte, Eduard Hernández, Ringo Rincón y Andy Perozo, cuatro de los 252 migrantes venezolanos que fueron liberados el pasado viernes 18 de julio del Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador.
Ellos detallaron su desgarradora experiencia a Noticia al Día y sus relatos buscan visibilizar las duras realidades que enfrentaron y la necesidad imperante de justicia.
Su martirio comenzó con un vuelo de deportación desde Estados Unidos que, para ellos, prometía un reencuentro familiar en Venezuela. Sin embargo, este viaje se transformó en una agonía cuando fueron sorpresivamente dirigidos a El Salvador.
Allí, se encontraron atrapados en un tormento de terror, violencia y degradación humana. Estos venezolanos fueron acusados por el presidente de EE.UU, Donald Trump, de pertenecer a la banda delictiva Tren de Aragua, sin que se presentara prueba alguna que sustentara tal afirmación.
La partida de EE.UU ya era un trago amargo. Mervin, Eduard, Ringo y Andy, como muchos otros migrantes, cargaban con el peso de sueños inconclusos en tierra norteamericana. La tristeza por no haber logrado sus metas se mezclaba con una agradable expectativa: un reencuentro con sus familias y amigos en Venezuela. A pesar de la nostalgia, el espíritu venezolano se mantenía vivo; durante el vuelo, las risas y las bromas compartidas eran un bálsamo en medio de la aflicción.
Sin embargo, desde el principio, algo no cuadraba. Mervin relata que las cámaras del avión estaban cubiertas con cinta adhesiva, una medida que despertó la inquietud. Los oficiales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) que los custodiaban mantenían una vigilancia extrema, impidiendo incluso que subieran las ventanillas del avión.
Estas restricciones generaba desasosiego entre los migrantes, aunque el instinto de alguno los llevaba a desafiar la orden, levantando la persiana fugazmente para intentar descifrar el destino.
La primera parada fue en una base militar. Mervin y sus compañeros creen que era Honduras. Allí, la espera se prolongó en la oscuridad de la noche, y la única señal de “normalidad” fue la pizza que les sirvieron para cenar. Los agentes de ICE esperaban órdenes, prolongando la tensión. Finalmente, una nueva instrucción llegó y el avión despegó nuevamente, sumiéndolos de nuevo en la incógnita.

En El Salvador
El siguiente aterrizaje, en la penumbra de la noche, trajo consigo la revelación más temida. Mientras el avión aún se acomodaba en la pista, uno de los migrantes logró levantar la ventanilla. La visión de un letrero que rezaba “Bienvenidos a San Salvador” golpeó como un rayo. La noticia se esparció como pólvora entre los venezolanos, desatando miedo y un caos absoluto.
“¿Por qué nos han traído aquí? ¡Este no es nuestro país! ¡No le debemos nada a la justicia de El Salvador ni de EE. UU.!", gritaban los migrantes, mientras las lágrimas y el pánico se apoderaban de ellos. Se aferraron a sus cinturones, a los asientos, negándose rotundamente a bajar del avión. La idea de ser abandonados en un país desconocido, y con las graves acusaciones que pendían sobre ellos, era insoportable. “¡Nos tendrán que bajar muertos!”, clamaban una y otra vez.
La respuesta de los oficiales de ICE fue fría e implacable: “Esa es la orden que hemos recibido. Colaboren y bajen por las buenas”. Pero el terror era más fuerte que la obediencia. Ante la negativa de los migrantes, los agentes de ICE salieron del avión para buscar refuerzos. Lo que siguió fue una escena de horror que quedará grabada en la memoria de Mervin, Eduard, Ringo y Andy.
Oficiales salvadoreños y estadounidenses abordaron la aeronave y la brutalidad se desató. Los golpes llovieron indiscriminadamente sobre los migrantes. La escena era tan desgarradora que incluso cuatro tripulantes del avión, que Mervin presume pertenecían a la aerolínea, y una agente de ICE no pudieron contener las lágrimas ante la devastación. Había sangre por todas partes. Aquellos que, al ver la violencia, decidieron bajar voluntariamente, también fueron golpeados sin piedad.
Una vez que todos los migrantes fueron forzados a bajar, los oficiales les colocaron doble juego de esposas, en cada brazo y en las piernas, atándolos además a los asientos de los autobuses. El destino era claro: el CECOT. Mervin relata que, al llegar, levantó la mirada y leyó la palabra “CECOT” escrita sobre una pared gris. En ese instante, una frase resonó en su mente: “Nuestras vidas se acabaron”, pues ya había escuchado que “el que entra allí no sale”.

Inhumano
La entrada a las instalaciones fue un nuevo tormento. Los oficiales comenzaron a lanzarlos del autobús sin miramientos, ordenándoles que corrieran. Las dobles esposas en manos y pies hacían la tarea casi imposible. Se caían constantemente, todos a la vez. Lejos de ayudar, los custodios del CECOT les propinaban patadas sin compasión. Como pudieron, los migrantes lograron llegar al área de rayos X.
Al salir de allí, fueron dirigidos a la barbería, donde les raparon la cabeza y les quitaron la barba a quienes la tenían. En este lugar, la violencia se repitió: una nueva golpiza sin compasión en diferentes partes del cuerpo. Todos los migrantes estaban “partidos”, con sangre por doquier.
Finalmente, fueron trasladados al área de vestimenta, donde recibieron un bóxer, un par de medias, una franela y unas yinas. De allí, los dirigieron al Módulo 8, donde fueron obligados a hincarse de rodillas. Una vez todos arrodillados, los custodios los llevaron al centro del módulo, entre las celdas 8 y 25, donde los esperaban el director del CECOT, Belarmino García, y el ministro.
Las palabras de bienvenida del director fueron escalofriantes: “Bienvenidos a su nuevo hogar, el verdadero infierno donde yo me encargaré de que ustedes no vuelvan a comer nunca más ni pollo ni carne”. Tras este recibimiento, los migrantes fueron distribuidos en las 32 celdas del módulo. Las “camas” eran simplemente latones, sin nada más. Fue una noche de terror; heridos, ensangrentados y adoloridos por los golpes, no pudieron dormir. Este proceso de ingreso se extendió hasta aproximadamente las 3 de la mañana.
Al amanecer, la brutalidad no cesó. Los custodios los llevaron nuevamente al área de enfermería para realizarles radiografías. Muchos migrantes presentaban heridas de gravedad. Los enfermeros, por su parte, comenzaron a curar a todos. Después de ser atendidos, se les permitió ducharse, para luego ser regresados a sus celdas. La higiene era un privilegio escaso: solo una vez al día se les permitía bañarse, muy temprano por la mañana. Quien se bañaba fuera de la hora o no lo hacía, recibía golpes de los custodios.

Hambrientos
La comida era una constante fuente de tormento. El menú diario consistía en agua de granos, tortilla y arroz por la mañana; y arroz, agua de granos y pasta con abundante agua al mediodía y en la cena. La única variación ocurría en contadas ocasiones, cuando la Cruz Roja Internacional o representantes de otras instituciones realizaban visitas.
Esos eran los únicos momentos en los que podían comer “comidas decentes”, siempre bajo la atenta mirada de las cámaras, que registraban fotos y videos de ellos comiendo. La cotidianidad, sin embargo, era diferente: comían con las manos, sin utensilios, y en envases asquerosos, con residuos de comidas anteriores y un olor nauseabundo.
El hedor era omnipresente, especialmente el que emanaba del baño dentro de la misma celda. Los inodoros no funcionaban, y las heces se acumulaban. Comían en el mismo espacio donde estaban los desechos de sus compañeros.

Psicoterror a la orden del día
Más allá de la violencia física, el terror psicológico se convirtió en una tortura diaria. Los custodios les repetían incansablemente que permanecerían allí por “30 años, 90, 200”. Pasaban los días y, con una crueldad que buscaba aniquilar su espíritu, el director del centro les vociferaba: “Ni su presidente ni sus familiares preguntan por ustedes, así serán de escorias, basuras”.
A pesar de que ellos estaban seguros que sus familiares sí estarían preocupados, estas afirmaciones, sumadas a las dolencias físicas por las brutales golpizas, golpeaban fuertemente su estado mental. Apenas llevaban días, y la fe ya estaba por los suelos, la esperanza se había esfumado en las frías paredes del CECOT.
La comunicación era un delito. No se les permitía hablar en voz alta entre ellos. Quien no guardaba silencio era castigado: lo sacaban de la celda y lo llevaban a “La Isla”, un cuarto oscuro de 3×3 metros, donde era golpeado brutalmente por varios custodios. El resto de los detenidos se aterraba al escuchar los gritos de dolor del compañero castigado.
"La Isla"
Las víctimas de “La Isla” eran aturdidas por los custodios, quienes golpeaban con fuerza la puerta para impedirles cualquier descanso. Permanecían allí por periodos que podían extenderse desde 20 horas hasta dos o tres días, antes de ser devueltos a su celda.
En los cuatro meses y tres días que Mervin y sus compañeros estuvieron en el CECOT, el único momento para una comunicación velada era durante el cambio de guardia. En ese breve instante, mientras los custodios no estaban en el pasillo, los migrantes aprovechaban para comunicarse silenciosamente con los compañeros de las celdas de enfrente. Hubo momentos de desesperación en los que Mervin y sus amigos, Eduard, Ringo y Andy se arriesgaban a llamarse, sabiendo que ese grito desesperado les podía costar una golpiza.
Ringo Rincón relató que lo más mínimo que hicieran eso molestaba a los custodios y eran castigados con la posición de requisa, que implicaba estar hincados de rodillas por tres a cuatro horas. Si durante esas horas de castigo alguno conversaba, los custodios tomaban la decisión de llevarse al o los detenidos infractores, quienes, al terminar la posición de requisa, eran conducidos a “La Isla” para recibir una fuerte golpiza.
Los custodios se aseguraban de que estos tratos crueles ocurrieran con las cámaras de seguridad apagadas, una práctica que los migrantes reconocían como el preludio de una paliza.
El sargento "Satán"
Pasado un mes de detención, la desesperación llevó a los migrantes venezolanos a protagonizar su primer motín. Todo estalló cuando el sargento ”Satán” y otros custodios tomaron a cuatro migrantes y los golpearon salvajemente. Entre las víctimas estaba uno que sufría de asma, a quien "Satán" y los custodios le rociaron gas lacrimógena. El migrante quedó inconsciente, y el pánico se apoderó de todos al verlo inerte. Los demás detenidos gritaban asustados: “¡Lo mataron, lo mataron!”.
Envueltos en pánico e impotencia, el resto de los venezolanos se amotinaron. Se unieron y tomaron represalias enfrentando a “Satán” y a los custodios con agua y jabones. Iniciaron una huelga de hambre de cuatro noches y cuatro días de “sangre”, una lucha desesperada por sus vidas.
Al cabo de los cuatro días, el director del CECOT se acercó y logró convencerlos de cesar la huelga, con la condición de que “todo cambiaría para mejor”. Y así fue: el personal de guardia del día de la revuelta fue cambiado, y los nuevos custodios redujeron considerablemente el maltrato.
Una luz en la penumbra
Durante esos días de relativa calma, llegó una visita de la Cruz Roja Internacional. Los detenidos aprovecharon para contar todo lo que habían vivido. Sin embargo, apenas la visita se retiró, la pesadilla regresó. La represalia por haber denunciado sus condiciones a la Cruz Roja fue inmediata, y los tratos inhumanos volvieron con mayor rigor.
El 12 de mayo se registró un segundo motín. Custodios llegaron para realizar una requisa en la celda 19 y comenzaron a golpear fuertemente a cuatro migrantes venezolanos, dejando a uno de ellos malherido y desmayado. Al ver esta brutalidad, los otros detenidos se rebelaron, lanzando agua, jabones y cualquier objeto a su alcance. Los custodios se retiraron momentáneamente.
Inmediatamente, reclusos de la celda 24 y otras siete celdas rompieron los candados, lo que desató una tragedia. Los custodios dispararon a quemarropa, incluso cuando los migrantes ya habían sido ingresados nuevamente a sus celdas. Hubo innumerables heridos con perdigones y golpes.
El trato cruel disminuyó significativamente unos días antes de su inesperada liberación. Mervin, Andy, Ringo, Eduard y el resto de los migrantes parecían indigentes al final de su encierro. Unos días antes de ser liberados, les cortaron el cabello y les proporcionaron afeitadoras para rasurarse el bigote y la barba.
Hoy, Mervin Yamarte recuerda que hubo un momento en que no soportaba sus rodillas, al punto de que la piel se le desprendió. Los cuatro hombres, y muchos de sus compañeros, aún poseen en sus cuerpos marcas físicas visibles de lo que vivieron en el CECOT. De estos cuatro emigrantes, solo Andy Perozo tenía una orden de deportación; Mervin, Eduard y Ringo tenían sus trámites de documentación al día.




Noticia al Día / Colaboración de Rosell Oberto