Miércoles 19 de noviembre de 2025
Opinión

Tacoa es un niño que corre tras un camión (por Alejandro Vásquez Escalona)

Cómo amanecería la ciudad. Bostezará hollín. Los autos parecidos a pulgas atormentadas por sus conductores continuarán tomando gasolina en su…

Tacoa es un niño que corre tras un camión (por Alejandro Vásquez Escalona)
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Cómo amanecería la ciudad. Bostezará hollín. Los autos parecidos a pulgas atormentadas por sus conductores continuarán tomando gasolina en su permanente ebriedad. Sentado en el corredor de la casa de piedra y barro de la abuela en lo alto de la cima, observo la neblina que flota sobre el valle similar a bocanadas de humo. El sol comienza a asomarse detrás del verdor de la montaña. El silencio vegetal de la mañana es matizado por cantos de chicharras, por el traqueteo suave de alas de grillos, el aullar de algún perro extraviado en la serranía. Es domingo de diciembre. Liviano como todos los domingos. No existen teléfonos móviles, ni radio que atrape alguna señal hertziana, menos televisores que enmohezcan el rocío sobre este territorio arbolado.

Llegué trece días antes. Dejé atrás la neurosis en los pasillos universitarios. Mañana regreso. Pasaré navidad en casa. En la ciudad. Consumo una taza de café cosechado en el patio trasero de la vivienda. Escudriño el trajín de tres campesinos en la falda de la cordillera por entre los agujeros de las nubes y la neblina. Arrastran con un tractor el monte talado. Leo Divisadero de Michael Ondaatje: ´Las guadañas cortaban por encima del suelo para evitar piedras y raíces. Hubiera resultado sin duda más fácil quemar la hierba. Pero Liébard, que estaba ayudando a Lucien en su campaña para recuperar el prado abandonado, había insistido en que se necesitaban las hormigas y los grillos cuyas vidas destruiría un fuego así. El tráfico invisible era necesario. Y en el futuro el escritor podría echar de menos el grillo en la hierba o la chicharra en los árboles´

El camión chirrinchera lleno de indígenas deja un remolino de polvo arenoso a su paso. Las calles del barrio no conocen el asfalto. Una manada de niños corre alegremente detrás del vehículo. Descalzos. Sin camisa. Morenos la mayoría. Alguno de piel blanca. Uno de los chicos es negro. Corren. Ríen. Corren. Es un vecindario inmenso, viviendas de chapas (de latas), algunas veces de vallas arrancadas a la vitrina publicitaria de la ciudad. En la bodega tres o cuatro clientes adquieren víveres para el desayuno, pan, queso café o huevos. Algunas mujeres tempraneras lavan la ropa de la familia. Golpean pantalones y camisas sobre la batea improvisada como si fuesen bongoseras. Acompasan el ritmo de la mañana de domingo.

Ya no es domingo miro la vereda vegetal que dejo atrás después treces días de gozo. De soledad. Viajo en un autobús reconstruido de los años treinta. Solamente campesinos llenan los asientos. Uno de ellos lleva un gallo de pelea en una jaulita. Una mujer, acaricia una cabra echada a su lado en el piso del auto, rumia el pasto que trajo de vitualla. Tranquila. Soy extranjero, aunque nací en esta serranía. Emigré muy niño a tragar sonido de cláxones de autos. A llenarme la mirada con imágenes de la prisa urbana. A inundar mi cabeza con libros.  A pervertir mi inocencia. Y que se hace. No tomé tal decisión Apenas tenía dos años.

Una maestra atractivamente indígena. Lleva un vestido holgado de tela suave con flores amarillas y rojas sobre fondo ocre. Flores y tela suave para que el viento lleve el aroma de mujer más lejos del barrio. Ella hace lo que debe para seducir académicamente a sus alumnos. Unos treinta chicos escuchan la explicación de la muchacha sobre las bondades del petróleo como principal riqueza del país. Casi todos morenos. Algunos de tez blanca. La maestra suelta una pregunta a sus alumnos. El chico de piel negra levanta su brazo. Responde alegre, pero respetuosamente: El petróleo es negro porque son restos animales calcinados por el calor de la tierra durante muchiiisimos años. El resto de los estudiantes forman una algarabía. A espaldas de la docente, los más intrépidos lanzan bolas de papel al chico negro. Y le susurran su apodo.

El transporte me deja en la avenida central de Valera ciudad pequeña. Con todo, me siento un poco atarantado. Autos. Motocicletas. Gente que zurce con sus pasos la vía. La ciudad que me mira. Esa es. Tal vez me extrañó. Yo no lo hice. Se siente algo pesado y viscoso en el ambiente. Me acerco a un quiosco (estanco) de revistas para adquirir un diario. El insaciable vicio de enterarnos. De escanear al mundo:  ´Arrecifes tragedia nacional´ es el titular central del Diario de Caracas. El Nacional abre su baúl de ansiedad con´50 desaparecidos y cien heridos al estallar dos tanques en Tacoa. Leo los diarios.  Recaliento mis pupilas con fotografías de chimeneas industriales humeantes, cadáveres, árboles y vivienda incendiadas  Similar al apocalipsis ´Hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra y la tercera parte de los árboles se quemó y se quemó toda la hierba verde y una gran montaña ardiendo fue precipitada sobre el mar y la tercera parte del mar se convirtió en sangre, y murió la tercera parte de los seres vivientes que allí estaban y fue herida la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas…´. Sucedió en Arrecifes en La Guaira, Venezuela el 19 de diciembre de 1982. Estallaron dos tanques llenos de petróleo en los patios de la Planta Termoeléctrica Ricardo Zuloaga. Consumo mi dosis de malestar. En ese tiempo no decía Joda. Pero debí hacerlo.

Es su trabajo. Los pescadores lanzan las modestas redes que se sumergen en el lago de Maracaibo.  A veces cuando las levantan del agua vienen llenas de cachamas o carpetas. De eso viven. Lejos de donde pescan. En barrios humildes que fueron de chapas recicladas. Hombres sencillos. Converso con ellos de cuando en cuando después de trotar en la Isla donde habito. Hoy decido llevar mi cámara para fotografiar a uno de los pescadores.  Fibroso. De piel negra. Finaliza su jornada de pesca. Es domingo. Esta sin camisa. Miro por el túnel de cristal de la máquina de seducción. Pantalón azul y silencio en sus ojos. Retrato y conversa sobre su familia. Treinta años de pescador en la zona. Ahora tiene unos cincuenta y pocos de edad. Me describe su vecindario. Habla de la niñez con entusiasmo de colegial. Tal vez con el recuerdo de la maestra del vestido floreado. Click. Click. Click. Click Solamente cuatro disparos. Al verlos en la pantalla de respaldo de la cámara me decido por un retrato en contrapicado de Rafael Guedez. Desde abajo me mira. Ojos llenos de ausencia. Me despido y me marcho. Luego de caminar unos cien metros me volteo y le pregunto para confirmar lo sospechado. Porqué te llaman Tacoa. Por la explosión de la termoeléctrica en La Guaira, cuando niño en el barrio me pusieron ese apodo por el petróleo quemado y derramado en esa tragedia, me responde. Tal vez las palabras sirven de anunciación. Algunas veces al nombrar marcamos.  Todo es posible. Todo es posible.

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