La princesa Ana de Inglaterra, hermana de Carlos III, cumple este viernes 15 de agosto 75 años, una edad a la que la mayoría de sus coetáneos disfruta de un retiro que, para ella, por admisión propia, “simplemente no es una opción”.
Trabajadora estajanovista, alérgica a los excesos, escrupulosa con los formalismos y, por encima de todas las cosas, amante de los caballos, la única hija de Isabel II representa una roca de estabilidad en la no pocas veces convulsa familia real británica. Heredera del sentido del deber de su madre y del pragmatismo de su padre, Felipe de Edimburgo, sus tres cuartos de siglo en el ojo público contienen su particular ración de escándalos, casi un rito de pasaje en su familia. Pero, en la actualidad, la Princesa Real (Princess Royal, en inglés) encarna los atributos de solidez y consistencia que el clan Windsor ansía desesperadamente proyectar.
Habitualmente a la cabeza del ranking con el mayor número de compromisos públicos entre los miembros en activo de la monarquía (474 eventos en 2024, un centenar más que el monarca, afectado de cáncer, y 200 más que su hermano Eduardo, duque de Edimburgo), su agenda no solo no ha decaído con la edad, sino que ha tenido necesariamente que aumentar. Ante la reducción de trabajadores oficiales de la casa real, quienes quedan deben multiplicar su presencia para cumplir con la máxima de Isabel II de que la institución “tiene que ser vista para ser creída”.
En el caso de Ana de Inglaterra, el mantra resultó evidente el año pasado, cuando tras un incidente con un caballo que provocaría su ingreso en cuidados intensivos por una conmoción cerebral retomó sus actividades con normalidad, transcurridas apenas semanas.
Con su habitual flema, dijo que la experiencia le había enseñado a “afrontar cada día como venga”, si bien ella misma había dado muestras de la teoría hace más de medio siglo: con 23 años, al regresar de un evento con su primer marido, el capitán Mark Phillips, sufrió un intento de secuestro, después de que un hombre bloquease su vehículo y disparase al conductor. Rechazando cooperar, y manteniendo la calma, la respuesta que le dio al secuestrador cuando demandó que lo acompañase ha quedado como una de sus anécdotas más memorables: “No condenadamente probable” (“Not bloody likely”, en inglés).
Ana reescribió desde su infancia el manual de lo que suponía ser princesa. Frente a la sensibilidad de su hermano mayor, amante de las artes y susceptible a las dinámicas de poder de una estructura familiar jerárquica, ella siempre ha mostrado carácter, reconoce que nunca jugó a las princesas y era la preferida de su padre, con quien mantenía un vínculo especial, forjado por su similitud de carácter y aficiones. Fue la primera integrante de la familia real en participar en unos Juegos Olímpicos, concretamente los de Montreal en 1976, en los que representó a su país como jinete, un hito que su hija Zara repetiría en los de Londres en 2012, en los que ganó una medalla de plata, que le entregaría la propia Ana. De igual modo, se convirtió en la primera componente de la monarquía en participar como concursante en un programa de televisión, cuando en 1986 formó parte del panel del espacio de la BBC Una cuestión de deporte (A Question of Sport). También estuvo nominada al premio Nobel de la Paz en 1990, propuesta por el expresidente de Zambia Kenneth Kaunda por su labor humanitaria.
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Noticia al Día/Información de El País