- El aire en Morin Heights olía a pino y a un invierno que se negaba a morir. Pero en la Casa de la Orden, una cabaña de troncos que se alzaba como una mancha oscura en la nieve, el aire era espeso, cargado de un olor a cera de vela rancia y a algo más, algo que se arrastraba bajo la piel y hacía que el vello de la n nuca se erizara. El miedo tenía un aroma y era ese.
Esa noche, el miedo se materializó. Apenas había luna, y las sombras de los árboles danzaban en las ventanas de la cabaña como esqueletos que intentaban entrar. Dentro, las velas parpadeaban, arrojando una luz fantasmal sobre los rostros de los miembros de la Orden, rostros demacrados y asustados, pálidos como la nieve de afuera.
Entonces, oyeron la orden. La voz de Joseph di Mambro resonó desde el fondo de la habitación, una voz baja, arrastrada, pero con un eco que parecía venir de un lugar mucho más profundo y oscuro que su garganta. Dijo que el mal había entrado en la Casa, que había nacido entre ellos. El Anticristo. Dijo que era un bebé.
Emmanuel Dutoit tenía tres meses. Era un niño regordete, con los ojos azules, y a primera vista, la personificación de la inocencia. Pero Di Mambro lo miraba, y en sus ojos, los miembros de la secta veían un miedo que no tenía nada que ver con el mundo real, sino con algo que yacía bajo la superficie de las cosas, una pesadilla que se filtraba a través de las grietas de la realidad. Di Mambro veía el mal.
Un miembro de la Orden se acercó a la cuna. Las velas arrojaron su sombra, alargándola, volviéndola grotesca. En su mano, tenía una estaca de madera, afilada en un extremo. Una estaca que no se usaría para cazar, ni para construir, sino para un ritual horrible, un sacrificio para detener algo que solo Di Mambro podía ver.
El bebé balbuceó algo, y por un instante, su rostro se iluminó con una sonrisa. Entonces, la estaca se alzó. El terror se apoderó de la cabaña, un terror mudo y paralizador, tan frío como el aliento del invierno. El bebé no lloró. Solo hubo un suave sonido. Un sonido húmedo y nauseabundo.
En la oscuridad de la noche, las sombras de los árboles no se movían como esqueletos. Ahora, bailaban como demonios. Y bajo la nieve, la tierra de Quebec tenía una nueva marca de sangre, una historia de terror que no podía ser enterrada. Y todos en la Casa de la Orden sabían que lo que Di Mambro había matado no era al Anticristo. Era la última pizca de esperanza que quedaba entre ellos. El resto estaba muerto desde hacía mucho tiempo.