Alejandro Vásquez Escalona.
La tienda licorera está en una avenida transitada. Es el borde entre la urbanización de gente que vive económicamente holgada y el barrio sencillo. Detrás de una especie de barra, un muchacho satisface la demanda sobre todo de cervezas a sus clientes. Reja de metal por límite, los bebedores en tránsito que regresan de sus trabajos a medio día, paladean gozosamente las bebidas. Treinta y largos grados de temperatura. En esa ciudad siempre es verano.
El sol latiguea el asfalto. Bocinas de autos. El tránsito no llega a congestionamiento. Un ventilador de aspas largas refresca el ambiente con su danza tristona. Suena una música caribeña sin estridencias. Los tres clientes se miran desde sus silencios. Calman la fatiga del mediodía con dos o tres cervezas. Eso es todo.
El sonido del motor de una motocicleta es uno más. El otro ruido intenso es pram, pran, pran. Un goteo de balas velocísimas empujan a los presente a lanzarse al pavimento. Vuelan botellas ámbar por el aire. Al estrellarse contra el asfalto, se convierte en fragmentos de vidrio de tragos inconclusos. No hay sangre. Solo botellas de la estantería fragmentadas. Cuatro hombres que solo alcanzan a ver las espaldas de los dos jinetes que se alejan sobre el caballo de hierro. Miedo. Miedo. Rechinan los neumáticos de los autos que estaban frente a la licorera. El mediodía continúa su camino.
El hombre del jeep negro, estuvo el mediodía unos tres días atrás en la tienda licorera. Consumió dos cervezas. Escuchó al dependiente. Similar sensación pegajosa ocasionada por la humedad y la alta temperatura del clima. Dinámica reiterativa. Llenar los refrigeradores horizontales con cervezas. Atender a los clientes. Llamaron desde la cárcel, sostiene el muchacho que atiende. Solicitaron diez cajas de cervezas, cinco litros de wiski. Cumple años el capo de la penitenciaría. Es moreno, veintitantos años. No le tiembla la mano cuando limpia la barra con un pañito gris sucio. El patrón se niega a regalar su licor, claro él no se arriesga. Yo soy quien atiende todos los días esto. Necesito el trabajo. Ya veré, dice
Él zurce los cuerpos con agujas finísimas que vomitan tintas de colores en la epidermis de los clientes. Dragones alados. Iconos de heavy metal. Paisajes eledesedianos. Cubre sus manos con guantes quirúrgicos. Pulso preciso. Cirugía estética visual. Manchones sentimentales que viajan por tiempo extenso bajo la piel de los tatuados.
Es uno de los mejores tatuadores de la ciudad. Su local está en un centro comercial en una zona residencial clase media. En los momentos de pausa de trabajo, su humanidad casi menuda en camiseta (remeras) pareciera flotar en el espacio, sostenido por una cartografía colorida de tatuajes. Cabello casi al rape. Dentadura cuadrada pequeña, sin tatuajes.
Suena el teléfono móvil. Casi se confunde con el vibrar de la máquina de tatuar. El muchacho hace una pausa y responde la llamada. La palidez de su rostro hace resaltar el colorido de los poster de rockeros adheridos a la pared de la tienda. Escucha atentamente. Sólo acierta a decir, si de acuerdo. Por supuesto. Lo que usted diga. Para eso estamos. Termina la llamada. Se sienta. Mira el techo. La palidez de su cara sigue como la palidez de su cara. El cliente desde la camilla de tatuaje lo observa con el silencio de la interrogante ineludible.
Viaja en la parte trasera de una camioneta Toyota Hylux. Lleva un maletín similar a los utilizados por los médicos. Se aprecia tranquilo. Las ojeras hacen más extensos los tatuajes en su rostro. Conduce un hombre de piel gruesa. Mirada vacía de neutralidad sobre la vía. El acondicionador de clima suaviza la aspereza de la calle. Atraviesan la ciudad. Solamente música caribeña navega entre los pensamientos de los dos hombres. Se desvían de la autopista principal. Entrompan por una zona de barrios populares de viviendas sencillas, de chapas algunas. Es temprano en la mañana. Sábado. Los niños aún no juegan en el frente de sus viviendas. Pareciera que los inquilinos todavía duermen. La brisa huele a trasnocho. O a cuerpos descansados de la jornada semanal. Una recta de doble sentido. Asfalto. Ausencia de jardines en la isla de separación de las vías Al final una edificación larga de una planta cercada con alambrada. Garitas de vigilancia. Fin del trayecto.
El tatuador extrae de su maletín un portafolio. Se lo extiende al hombre sobre la camilla de trabajo. Tiene la nunca de buey. Cabello negro violento. Aún sentado destaca su estatura. No habla. Solamente emite una mirada criptica. Imprecisa. Ilegible. Dos guardaespaldas lo flanquean. No alardean de las armas que llevan. Expresan la seguridad que ese es territorio liberado. Allí gobierna su jefe, el pran. Ellos son sus luceros Al abrir el portafolio, se aprecian fotografías diseños variados.
El cirujano de imágenes bajo la epidermis suda frío, pero no permite que la palidez regresa a su cara. Hace un flashback de los últimos minutos. Pasillos de mazmorra medieval. Hombres desdentados vestidos con ropas gironeadas en celdas de lado y lado del pasillo. Olor a vómito y orines de noches interminables. Los prisioneros no gritan, ni ofenden al visitante como sería habitual. Luego una presentación al pran. Un ofrecimiento de café o desayuno. Ahora espera la decisión del capo. Su vida comienza a ser un hilo de seda. El pran señala un diseño y comienza el trabajo de tatuaje sobre su omóplato.
Las agujas danzan sobre la piel cetrina del mafioso. Es un baile luctuoso o de celebración de vida, depende. Depende. Palpita una sensación de llovizna de agujas sobre la piel del tatuador que resbalan sobre los manantiales de sudor bajo su vestimenta. Tiempo interminable.
Cesa el ruuuuun, ruuuuun de la maquina tatuadora. Limpieza con alcohol. Suspiro hondo pero silencioso. El capo se sienta nuevamente. Un lucero acerca un espejo a su espalda. El hombre cetrino ve la imagen con mirada de satisfacción casi transparente. Sonríe.
Un taxi impecable se detiene frente a la tienda de licores del ventilador de aspas largas y zumbido triste. Se baja el muchacho de las agujas bailadoras sobre piel. Se acerca a la barra solicita una cerveza. La bebe en un solo envío. Solicita otra. Y otra. El auto espera. Las bebidas las sirve un viejo indígena obeso en camiseta (remera) blanco mugre. No suena ninguna música. Ni el pran, pran del tableteo de las armas.