Un conciertazo, sin discusión alguna. Un espectáculo de primer mundo, hecho absolutamente en casa, sin lugar a dudas. Una poderosa sesión de magia y música portentosa, sin desperdicio ninguno. Lo compartido por la compañía residente Baralt Rock elevó a las decenas de almas que plenaron la Gran Sala, el pasado sábado 18.
La pretensión de esta nota no sólo concierne al poderoso “Después de para siempre”, un tributo a Ozzy Osbourne y Black Sabbath, bajo la dirección artística de Luis Salaverría y la producción de Rock en el Baralt, sino al apasionante compendio de notas emanadas del talento de Jonathan Patiño, un guitarrista histórico de Maracaibo, de los inspirados cantos de Rafmar Rangel y Samuel Lam, transmutados en el gigantón de Aston; del impacto del maquillado bajista David Di Turo o de la fluida magia de los teclados de Julián Ortega y Gabriela Cardozo. La batería de Euler Carrasquero subió la presión arterial a muchos ahí.
Hubo un gran equipo musical aquí, acompañando a Roberto Martínez, Enmanuel Arenas y Carlos Pacheco, amén del joven maestro Salaverría. Con ellos, el competente equipo de producción del Teatro Baralt, con María Ortega y José Cabrita como líderes clave.
La presencia de Jesús Lombardi Boscán también resulta determinante. Difícil concebir al director general de teatro enfundado en ropas negras y con maquillaje gótico, moviendo la cabeza como aspas de molino y gritando los coros de “Mr. Crowley”, “Paranoid”, “Puercos de la guerra”, entre otros grandes éxitos de Osbourne, tanto en solitario como con su legendaria Banda Black Sabbath.
Cuando Rafmar cantó “Changes”, el cronista enronqueció de nostalgia y de saudade. Es un bolero paranoico y eso es arte sonoro.
Mientras preparaba estas notas, bebiendo unas cervezas heladas en el Café Baralt, leía el pdf de “I am Ozzy (confieso que he bebido), las Memorias de Ozzy Osbourne, escritas con la colaboración de Chris Ayres: “Decían que nunca escribiría este libro: Pues que se jodan: ¡aquí lo tenéis!”, increpa el artista cósmico que goleó a la pobreza: “Quiero dedicar este libro a todos mis fans; gracias a vosotros he tenido una vida increíble. Os lo agradezco desde el fondo de mi corazón.
Que Dios os bendiga, Ozzy”
Con seguridad su espíritu rondó esas butacas enardecidas de rock metal, de murciélagos decapitados á mordiscos, de brujas de izquierda y de derecha clamando por la libertad de credo y de pensamiento.
Antes del concierto, alguna noche de la semana pasada, he visto ese documental póstumo que produjera su viuda Sharon y su prole (Aimee, Kelly, Jack, Jessica y Louis) para la Cadena Netflix. Resulta conmovedor constatar el sufrimiento de un artista cuyo cuerpo le negó, durante sus últimos tres años, hacer lo que más adoró ser en su vida: subirse a un escenario y encender el alma incrédula de su audiencia poseída.
Un artista que se entregó en carne viva al “sentido del ridículo que le asistía hacía ya mucho tiempo y á quien el decoro no parecía quitarle el sueño. Su vida ya era un culebrón mucho antes de que la cadena de televisión MTV empezará a documentarla. […] Su “negro” preservó la oralidad de la crónica, vertida previamente en cinta, confiriéndole a su voz su idiosincrásica y horrísona impronta…”. Ozzy del demonio:
“Incluso mi primer recuerdo es de pasar miedo. Era el 2 de junio de 1953: el día de la coronación de la reina Isabel. A mi padre, por entonces, le gustaba con locura Al Jolson, la estrella americana del
vodevil. Cantaba las canciones de Jolson por toda la casa, recitaba de memoria sus números cómicos y siempre que podía se vestía como él.
Quizá sepáis que Jolson era especialmente famoso por unos números en los que salía con la cara tiznada, una tradición políticamente muy incorrecta por la que hoy pueden crucificarte. Bueno, pues mi padre le pidió a mi tía Violet que nos hiciese a él y a mí dos trajes “de artista negro” para las celebraciones de la
coronación. 
Eran unos trajes increíbles. Mi tía nos consiguió incluso sombreros de copa blancos, pajaritas a juego y un par de bastones a franjas rojas y blancas. Pero cuando mi padre bajó por las escaleras
con la cara pintada de negro se me fue la pinza. Me puse a gritar, a llorar y a berrear: “¿Qué le has hecho?
¡Devuélvanme a mi padre!”.
No me callé hasta que alguien me explicó que no era más que betún. Luego intentaron ponerme un poco a mí en la cara y volví a enloquecer. No quería la porquería aquella en la cara. Pensaba que se me quedaría para siempre”.
Y esa chica que camina como si la Zulia me provocara delirio y yo soñando despierto en que también estoy ataviado como O.O., con sus lentitos coquetos y confesándose con el padre Ofidio: “Entré en el delito de manera natural. Tenía incluso un cómplice, un chico de mi calle que se llamaba Patrick Murphy.
Los Murphy y los Osbourne eran amigos, aunque los niños Murphy eran católicos como Dios manda e iban a un colegio diferente. Pat y yo empezamos birlando manzanas. Yo odiaba la escuela. La odiaba de verdad.
Sólo con los treinta ya cumplidos supe que padecía dislexia y déficit de atención con hiperactividad. En aquella época nadie había oído hablar de esa jodienda. Yo iba a clase con otros cuarenta niños, y si no te enterabas, los maestros no intentaban ayudarte; te dejaban a tu bola. Y a mi bola iba yo. Y cuando me ponía en evidencia (cuando me tocaba leer en voz alta, por ejemplo) intentaba divertir a la clase. Me inventaba todo tipo de chorradas para hacer reír a los demás niños…”.
Y luego vuelve a desmelenarse el sátiro nigromante y demuestra que la amistad es un valor universal, allende el mero infierno: “Había un chico en la escuela que no me pegó nunca: Tony Iommi. Iba un año por delante de mí, y todo el mundo le conocía porque sabía tocar la guitarra. Quizá no me zurrase, pero aun así me intimidaba: era un tío grande, guaperas, y gustaba a todas las chicas. Y nadie podía ganar a Tony Iommi en una pelea…”. Iommi podía sacar un riff a un theremin o a una vihuela e incluso a una gaita escocesa del siglo V antes de Cristo. 
Y se hizo compinche de John “Ozzy” Osbourne, con quien, en 1968, en Birmingham, junto con el bajista Geezer Butler y el baterista Bill Ward, fundaran Black Sabbath. Apenas comenzaba el movimiento NIB (Navidad en negro). Los conservaduristas y fundamentalistas religiosos estallaron en sangre y caca.
Iniciaba un reinado del exceso y el fárrago. Cuando alguna periodista le preguntó: “Ozzy, ¿por qué bebes tanto?”, él le “”respondió: 
“La respuesta correcta a aquellas preguntas era: bebo porque soy un alcohólico; porque soy adicto por naturaleza; porque haga lo que haga, lo haré como un adicto. Pero eso yo entonces no lo sabía”. El aplauso, eructa.
Con Black Sabbath todo va bien, aunque ahora mismo hay un conflicto a propósito de quién es el dueño del nombre. Mi postura es que los dueños deberíamos ser todos por igual. Veremos cómo
acaba todo, pero espero que se aclare, porque le tengo un respeto enorme a Tony Iommi. Hace tiempo que no hablo con Geezer (sigue con la nariz perpetuamente hundida en un libro), pero sí mantengo
el contacto con Bill. 
Lleva ya veinticinco años limpio y sin probar gota de alcohol. Y si le hubieseis conocido hace un cuarto de siglo comprenderíais que eso es poco menos que milagroso.
En lo que a mí respecta, sólo quiero pasar el resto de mis días siendo músico de rock’n’roll. No quiero hacer más televisión, eso seguro, como no sea algún que otro anuncio, y eso sólo si son
divertidos. Antes me enfadaba cuando la gente no me entendía, pero al final he hecho carrera de ello. A veces incluso exagero un poco, porque es lo que la gente espera de mí.
Creo que la única ambición que mantengo es la de conseguir que un disco mío sea número uno en Estados Unidos. Pero si no lo consigo, tampoco podré quejarme. Me las he arreglado para hacerlo casi todo. Estoy agradecidísimo por ser yo, por seguir vivo, por poder seguir disfrutando de mi vida.
Si me muero ahora, habré tenido mucho más de lo que me correspondía.
 Lo único que pido es que si acabo en un hospital con muerte cerebral, que alguien apague las máquinas, por favor. Pero
no creo que llegue a ese extremo. Conociéndome, palmaré de manera estúpida. Tropezaré en casa y me romperé el cuello. O un pájaro se me cagará encima y me contagiará un extraño virus de otro planeta. Mirad lo que me pasó con el quad: llevaba décadas metiéndome combinaciones letales de alcohol y drogas, pero lo que estuvo a punto de matarme fue un bache de mi jardín yendo a tres por hora.
No me entendáis mal: todas esas historias tan serias no me preocupan a diario. He llegado a la conclusión de que todo en esta vida está predeterminado, de modo que por mucho que te empeñes no puedes evitar las putadas cuando llegan. Hay que adaptarse y seguir tirando. Y al final te llegará la muerte, como nos llega a todos.
Se lo tengo dicho a Sharon: “No quiero que me incineren”.
Quiero que me entierren en un bonito jardín, no importa dónde, y que planten un árbol encima de mi cabeza. Preferentemente un manzano, para que los chicos puedan hacer sidra y pillarse un buen
ciego. Y en cuanto a lo que dirá mi lápida, no me hago ilusiones. Si cierro los ojos, puedo incluso verlo.
Ozzy Osbourne, nacido en 1948 y muerto (cuando sea).
Decapitó a un murciélago de un mordisco”.
Así concluye este viaje/homenaje a Ozzy, “Después de para siempre”. No les he querido contar de los fantasmas del (infra)mundo del rock que vinieron al concierto en el Baralt, el sábado 18, víspera de ángeles canonizados, de planetas alineados, de mi hijo mayor cumpliendo 35, mi JJJ, para quien dedico esta nueva crónica barroca mía. “E Pluribus, delirium”. ¡Salud!
Noticia al Día (Alexis Blanco/Texto e Imágenes)
 
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