La Isla de Margarita, joya del Caribe venezolano, es mucho más que sus playas de arena dorada y su brisa salina. Es un lienzo natural donde el sol, cada tarde, pinta una obra maestra, única e irrepetible. Con el paso de las horas, el cielo se transforma en un vibrante tapiz de colores que van desde los rojos intensos y naranjas encendidos hasta los sutiles tonos pastel de rosa y violeta. Es un fenómeno que detiene el tiempo, un ritual sagrado que invita a la contemplación y al asombro.
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Para los margariteños y sus visitantes, el atardecer no es simplemente el final del día; es una celebración. Se congregan en las orillas, en los muelles de pescadores o en los miradores naturales para presenciar este momento mágico. No hay dos atardeceres iguales. A veces, las nubes actúan como pinceles, difuminando la luz en un suave degradado. Otras, el sol se oculta tras el horizonte marino en un destello final, dejando un resplandor dorado que se refleja en las aguas tranquilas.
Este espectáculo de luz y color ha sido, a lo largo del tiempo, una fuente de inspiración. Poetas han dedicado versos a su esplendor, fotógrafos han buscado capturar su efímera belleza y artistas han intentado plasmar en sus lienzos la riqueza de su paleta. Es la prueba viviente de que la naturaleza, en su máxima expresión, es el arte más puro y conmovedor. Cada atardecer en Margarita es un regalo, un instante de paz que nos recuerda la belleza que nos rodea.






Hannabelle Urdaneta/Foto: Jorwenly Vasquez
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